Los días en los que no pasa nada. Cómo nos fastidian esas jornadas en las que todo sucede según lo programado. Nuestra vida no debería ser así. Debería rebosar emociones fuertes, experiencias locas que arrasen con todo, grandes pasiones que nos vuelvan el mundo del revés… O eso es lo que nos han contado. La sociedad actual nos ha impuesto una necesidad de experiencias efímeras. Funcionamos en piloto automático en una sociedad acelerada.
Imagínate mirando una foto, un cuadro o un paisaje que te guste mucho. Estás quieto. Tu mente solo está atenta a esa imagen, y, automáticamente, tu cuerpo libera sustancias que generan una sensación de felicidad. No has necesitado subir a una montaña rusa o viajar 10 horas en avión para experimentarla. Nosotros la sentimos todos los días contemplando nuestras joyas.
Como cualquier obra de arte, cada joya ha vivido un proceso de creación. Durante meses, un diseñador la ha visualizado en su mente, dibujado, ha elegido con mucho cuidado los materiales más apropiados para plasmar un pedacito de su ser, de su manera de entender el mundo.
Detrás de la estética de esa joya que llama tu atención, se esconde un universo de vivencias con las que, inconscientemente, te sientes identificado. Más allá del brillo de ese anillo, ves el alma de la persona que lo va a recibir como regalo.
Las joyas llevan dentro la magia del arte. Encierran historias, vidas, sentimientos que se vuelven atemporales. Pasan de generación en generación sin alterarse. Viven inmutables entre el caos de la sociedad multi-tarea. Son islas a las que volver y pararse a contemplar el momento en el que nos la regalaron, a recordar a la persona de la que la heredamos, a escuchar a nuestro yo pasado y revivir lo que sentimos cuando la compramos.
Vive a la velocidad que quieras. Las joyas siempre estarán ahí, esperando a que vuelvas.